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NOCHE DE SABADO


En el parabrisas se estrellan las primeras gotas; en el techo se escuchan caer, grandes y pesadas: se desata la lluvia.
Escucha el rodar de los automóviles sobre el pavimento mojado, bajo la luz de los postes ve caer la lluvia como en acción retardada; los cristales empiezan a empañarse.
Agustín se acerca corriendo al automóvil bajo la lluvia, abre la portezuela salpicando a Cristina.
― El teléfono estaba muy lejos. –se disculpa, Cristina sacude su sweater.
― Ya viene mi papá en camino, ¡ah como esta lejos el teléfono!
― Sí, ya te entendí. – Replica Cristina en tono molesto.
La pareja permanece en silencio, viendo pasar las luces de los automóviles por la avenida. Agustín se estruja las manos mientras espera ayuda; por teléfono explico a su padre como el automóvil se detuvo sin causa aparente: esté prometió estar en el lugar lo antes posible.
Nervioso, sin nada mejor que hacer, Agustín juguetea con los botones de su saco y con el nudo de su corbata. No puede dejar de pensar en lo bochornoso de la situación: varado a medio camino de una fiesta en un automóvil prestado, junto a Cristina, después de haberle rogado durante días para que lo acompañara.
Ella permanece con los brazos cruzados, con un gesto ceñudo. Agustín la contempla; se da cuenta de que debe estar medio loco, pero le encanta la torcida mueca de enfado de Cristina: su rostro blanco y redondo como la luna, sus ojos alargados y expresivos, pero sobre todo lo subyuga su cabello rojo que cae sobre sus hombros, esponjoso. Ese fuego en el cabello le da una imagen indómita y salvaje a su rostro.
En cambio, Agustín es un güerejo con cabello aborregado, bajo su ganchuda nariz a dejado crecer un precario bigote que no hace si no resaltar su aspecto bisoño.
Se detiene un automóvil detrás de ellos, Agustín lo reconoce al instante.
― Que bueno que llegaste.
El padre y el hermano de Agustín descienden del coche cubriéndose con paraguas.
― Déjame probar el coche hijo. Buenas noches Cristina.
― Buenas noches licenciado, ¿Cómo ha estado?
― Muy bien Cristina, en un momento arreglamos el problema y podrán irse a su fiesta.
― La marcha esta bien, nada más no arranca. – Indica Agustín.
Después de accionar un par de veces el interruptor el padre de Agustín mira con atención el tablero; jala la palanca para abrir el cofre y sale.
― Ven a ver esto. – Le indica; el muchacho se acerca al lado de su padre.
― ¿Qué tiene?
― Como eres pendejo, ¿no viste el medidor?
― ¿No tiene gasolina?
― ¿Cómo querías que caminara? Vamos a hacer como que le arreglamos algo mientras le echamos gasolina del otro coche, solo para que tu novia no se dé cuenta de tus tonterías.
Así hecho, en unos minutos la pareja sigue su camino.
Agustín le explica a Cristina rebuscadamente el desperfecto al tiempo que conduce. Cristina mientras tanto piensa que no es la primera vez que le parece que salir con Agustín es un error, pero es alarmante que esto se vuelva cada vez más seguido. Claro que le simpatiza, siempre tan atento; pero cada vez que hace una de sus torpezas...
Ella nunca a tenido demasiada paciencia, y en ocasiones la sangre le hierve de coraje, pero al mismo tiempo siente remordimiento por mostrar su furia, así es siempre: pasando de la ira a la compasión.
― Creo que no perdimos demasiado tiempo, después de todo todavía es temprano. – Comenta Agustín. – Ya sabes como son las fiestas, a las diez y media apenas van llegando los invitados.
― No quiero regresar muy tarde.
― Sí, lo sé, pero al menos nos esperamos al pastel, ¿no?
― Esta bien.
― Felipe tiene un montón de amistades, gente muy interesante; con seguridad va a estar Marcos Sabaleta: el torero, y Claudia Romero, la pintora.

La calle frente al edificio se encuentra repleta de automóviles: en la misma cuadra hay cuando menos otras dos fiestas. Cierran el coche y se lo encargan a un franelero.
Suben por las escaleras, tocan el timbre; Cristina juguetea con su cabello, Agustín reacomoda su corbata.
Se abre la puerta: un hombre vestido en pants y camiseta, con una escoba en la mano, los recibe.
― ¡Agustín, Cristina!
― Que tal Felipe, no me vayas a decir que somos los primeros.
― Bueno, es que...
Felipe se aparta un poco de la puerta, dejando ver el departamento, todo sucio y revuelto.
― Me da mucha pena, debió haber una confusión.
Agustín queda helado en el umbral, viendo sucesivamente el departamento, a Felipe en fachas y el rostro perplejo de Cristina.
― ¿La fiesta era el sábado? - Dice Agustín muy lentamente.
― Fue el viernes; lo siento. Pero pasen, siéntense un rato, ¿Quieren algo de tomar?
Felipe se aparta un momento para buscar bebidas. Agustín se sienta en el brazo del sillón, se rasca la nuca y mira a su rededor: la fiesta de ayer fue tremenda; levanta un cenicero lleno de colillas, después mira la alfombra manchada y los vasos medio vacíos que siguen al pie de los muebles. Mira todas esas cosas antes de tener el valor de ver a Cristina directamente.
Ella también observa el departamento, pretendiendo ignorarlo; sus miradas se cruzan: los ojos de Agustín claman piedad, los de Cristina son todo enfado.
Ella levanta altivamente la barbilla, su boca se tuerce en una mueca despectiva, inesperadamente saca la lengua, roja y puntiaguda.
Ambos estallan en carcajadas al mismo tiempo, Agustín le regresa a Cristina otra mueca, incrementando la hilaridad.
Como si hubiera esperado tras la puerta a que se liberara la tensión Felipe regresa con dos vasos de cóctel.
― En verdad estoy muy apenado. – Murmura Felipe.
― No te preocupes. – Replica Cristina, repentinamente de buen humor. – A propósito, Feliz Cumpleaños.
Saca de su bolso un paquete envuelto como regalo.
― Gracias, no te hubieras molestado.
Abre el paquete sin resistir un instante la curiosidad.
― Ah, Cristina, no sabes cuanto necesitaba uno de estos.
― En cuanto lo vi pensé en ti.
Entre plática y plática va trascurriendo la noche; después de un rato Cristina ya esta sacudiendo los muebles de la sala mientras Felipe continua barriendo el departamento.
― Bueno, entonces no te quitamos más tiempo Felipe. – Se despide Agustín.
― Es una lástima que no hayamos llegado a tu fiesta, pero gracias de todas formas.
― Gracias a ustedes por haber venido; gracias por el regalo Cristina, Ojala nos volvamos a ver pronto.
― Hasta luego. – Se despide Cristina, saliendo casi arrastrada de un brazo por Agustín.
Ya en la calle, Agustín reniega.
― Que fregado, no te traje aquí para que te pusiera a trabajar.
― Oye, yo quise ayudarle.
― El no debió dejarte, ¿Qué se esta creyendo?
― Cuando menos el tuvo la amabilidad de ofrecernos su casa, en cambio tú, ni siquiera para ir a cenar.
― ¿Quieres cenar? ¿A dónde vamos?
― Llévame a casa.
― ¿Por fin? ¿Qué es lo que quieres?
― Ya estoy cansada.
Nuevamente en silencio, como al principio, regresan a casa de Cristina.
Las luces están apagadas; el automóvil se detiene frente a la puerta.
Cristina sale sin despedirse, con las llaves en la mano. Antes de entrar voltea atrás: Agustín espera, sentado sobre el cofre del automóvil.
― No es muy tarde, ¿No me invitas a pasar?
Por tercera vez en la noche se ablanda el corazón de Cristina, lo deja pasar.
― No vayas a hacer ruido, todos están dormidos.
La pareja entra en la sala a oscuras.
― Ten cuidado con la...Con un estruendo ensordecedor Agustín tira la vajilla de la madre de Cristina.

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