― Oye má, he estado pensando que ahora que vaya a
ciudad Obregón, puedo desviarme para pasar por tu pueblo.
Mi mamá permanece
unos segundos en silencio, no sé que es lo que vaya a responder; hay una
historia de desencuentros con su familia allá, aunque no conozco los detalles,
sé que fueron los suficientemente serios como para que nunca me llevara a
conocerlos. Ella ha regresado en
contadas ocasiones, casi siempre para los funerales de algún tío.
― ¿Estas
seguro que quieres ir? ― Pregunta para cerciorarse de que hablo en serio.
― Claro que si
má, solo quería que me dieras las señas para llegar.
Ella suspira antes de darme las indicaciones: la
carretera que debo tomar, el pueblo al que debo llegar, donde encontrar la
desviación y cuanto debo de recorrer del camino rural hasta llegar a la
ranchería donde ella y mi padre crecieron.
Después me da una lista interminable de indicaciones
de lo que debo y no debo hacer cuando me encuentre allá; me pregunta en que
coche voy a ir y me aclara que a la gente del pueblo no les agrada la
ostentación; me recuerda mil veces que son gente muy “especial” y me aconseja
vestir de la manera mas sencilla. Le digo que llevare mi tsuru azul, que
seguiré todas sus indicaciones y que ya sé que debo vestir ropa oscura para la
ocasión.
― Ojala pudiera yo acompañarte, mi hijo, pero no
puedo. Busca a tu tía Berta, su casa esta enfrente al pozo. Y otra cosa, a pesar de lo que hayas
oído mi hijo, ellos son familia y son
gente de bien; y nosotros también,
recuérdalo.
Un letrero de lamina gastada amarrado a un árbol seco
dice: “La Cima”. Después de recorrer la
carretera desierta por hora y media desde la última población al fin encuentro
la desviación y me encuentro con el camino que me habrá de llevar hasta el
pueblo de mis ancestros. El sol ya
empieza a declinar por el poniente; la posibilidad de quedar a oscuras en este
descampado me estremece. Circulo por un
camino que en alguna época estuvo pavimentado y ahora es una sucesión continua de baches y
obstáculos, barridos por el polvo de el
campo reseco del rededor. Las ramas de
los huisaches invaden el camino de forma que en tramos parecen formar un
túnel. Es la temporada seca; me han
contado que cuando llegan las lluvias toda esa maleza reverdece por algunas
semanas, los mezquites ofrecen sus frutos, así como en las nopaleras las tunas
están listas para cortar. Por el camino
encuentro de vez en cuando algún toro pastando sin preocuparse por el automóvil
que pasa frente a él, dando tumbos por el camino.
Las paredes de órganos
y algunas casuchas de adobe derruidas me indican que me acerco al
pueblo. El camino desemboca en un llano
descampado rodeado de casas dispersa sin ningún orden aparente. Salgo del coche
y respiro fuerte, por fin estoy en La cima, aunque no subí ningún cerro, no
entiendo el porqué del nombre.
El sol se empieza a ocultar y las laderas de una
sierra cercana adquieren un tono anaranjado.
Mas adelante se encuentra el pozo y la capilla del pueblo. Trato de
localizar con la vista la casa de la tía Berta. La identifico: tiene un porche
al frente, con pequeñas ventanas cerradas con hojas de madera oscura que
contrastan con la fachada blanca pintada
con cal, algo descascarada.
Toco en la puerta de madera y sale una señora envuelta
en rebozo, con los mismos ojos y mirada de mi madre. La tía Berta al principio no me reconoce,
cuando le digo mi nombre, exclama con ternura:
― Pero eres el hijo de Lichita. Pasa hijo, gracias a
dios que por fin te conocemos.
Tengo que agacharme para cruzar la puerta y entro en
una penumbra aún mayor que la del ocaso exterior.
Los cuartos y la cocina están dispuestos alrededor de
un patio central, los techos de teja a media agua caen hacia el patio, los
muebles son rústicos de madera. Y aunque la casa cuenta con energía eléctrica,
apenas si se usa para encender un foco de veinticinco watts.
Hablamos hasta tarde en la noche, tanto ella como yo
evitamos el tema de mi madre y mi padre, lo cual agradecí en silencio. La tía Berta es viuda y sus hijos se han ido
del pueblo; por supuesto que mis primos la visitan con regularidad, pero la
mayoría del tiempo esta sola en casa; la
única compañía regular que tiene es la del párroco de la iglesia, al cual le
alquila una habitación y le cocina. A la pregunta de ¿Con qué se mantiene ella
sola? Respondió: ― Pues tengo lo de las pastillas hijo.
En la mañana me levanta la tía; apenas clarea el cielo,
pero ella ya esta en actividad desde algunas horas antes. ― Levántese, hijo, es
hora de ir a misa.
Salimos de la casa y veo a toda la comunidad de La
Cima congregarse en la pequeña capilla. La tía Berta carga una bolsa de mercado
llena de cajas; me ofrezco a llevarla en su lugar, pesa bastante. Entramos en
la capilla, pero nos mantenemos cerca de la puerta de entrada.
El padre da misa como nunca la había presenciado, con
un rigor en los rituales que para un citadino como yo rayan en lo puritano.
El sacerdote habla de los pecados, de cómo los
piadosos deben observar una vida de austeridad, moderación y castidad, pues a
esta vida únicamente se viene a sufrir; la alegría y la felicidad esperan en el
cielo. Por último le cuestiona a la
congregación: ―¿Cambiarían la felicidad
eterna por una alegría pasajera en este mundo?
Al finalizar la ceremonia, la gente cabizbaja sale por
la puerta donde estamos la tía y yo.
Algunas señoras se acercan y le compran una botella de pastillas; A quienes no pueden pagar, la tía las anota
en un cuaderno para cobrarles después, a nadie le niega su provisión.
Cuando el último feligrés se ha retirado, nosotros
regresamos a la casa. La tía se pone a preparar el desayuno, yo regreso a la
habitación y me recuesto en la cama, mirando el techo. Ya sabía de las pastillas, son un depresivo
ligero que comunidades religiosas como La cima utilizan para ayudarles a lograr
ese grado de infelicidad que normalmente no experimentan. De hecho vi a mi tía tomar un par de
pastillas furtivamente la noche anterior, lo cual supongo que debe ser un
halago, pues trataba de reprimir la alegría que le provoco mi visita. De este tipo de cosas me advirtió mi madre y
me pidió que no hiriera susceptibilidades. Tía Berta me llama para desayunar;
me levanto y decido ni siquiera considerar lo que paso en la mañana: Al fin y al cabo cada quien vive la fe a su
manera.
Durante el día visito a mis otros parientes en La
Cima: cada uno fue el mismo cuadro deprimente que el anterior.
Regreso a la casa de tía Berta únicamente para recoger
mis cosas y despedirme, pero no esta;
enfrente, en la iglesia hay una actividad inusual, me acerco por
curiosidad y me encuentro con la
presurosa celebración de un matrimonio.
Una muchacha y un muchacho, que después me enteraría fueron descubiertos acariciándose escondidas, con la vista agachada reciben una fuerte reprimenda
de parte del padre a la vez que se les proporciona el sacramento del matrimonio. Las madres lloran desconsoladas, la poca
gente que hay dentro de la capilla ven con pena a los nuevos maridos. Al terminar la ceremonia veo a mi tía
acercarse a los recién casados y darles una botella con pastillas, la cual no
les va a cobrar. Los pobres jóvenes ante
la presión de las miradas que los siguen abren el frasco y toman una cada uno;
un suspiro de alivio recorre a los presentes.
Se hace tarde y tengo que llegar a la ciudad mas
cercana para de allí seguir mi viaje mañana.
Mi tía me despide en el porche de su casa, manda saludos para toda la
familia. La abrazo y por poco le doy un beso en la mejilla, ella se aparta
antes de que mi nariz le roce sus pómulos huesudos. Reconozco mi error y en voz
baja le pido perdón.
Antes de que me vaya ella me dice que la espere un
momento.
Entra a la casa y trae consigo un frasco extra grande
de pastillas; me las da diciendo:
― Toma hijo, te hacen bastante falta allá en donde
viven.
Le doy las gracias con voz apenas audible; siento su
penetrante mirada, justo como la de mi madre, esperando lo que debo hacer sin
que me diga nada.
Abro el frasco y saco una, no, dos pastillas; me las
trago alzando la cabeza hacia atrás.
Sus labios muestran lo mas cercano a una sonrisa que
se puede permitir y su mirada se llena de aprobación.
En el coche, apenas he avanzado y veo que mi tía ha
entrado en la casa, me detengo y saco de atrás del asiento una lata de leche,
la abro y la tomo completa de un solo trago; ese fue otro mas de los consejos
de mi madre, en caso de que me hicieran tomar las condenadas pastillas. Aliviado continuo el camino de regreso a la
carretera, confiado en que la leche nulificara los efectos de las
pastillas. Ya es de noche cuando llego
al entronque. Me detengo un instante y
pienso en lo afortunado que soy de que mis padres se fueran de este pueblo. Pero nuevamente me descubro sintiéndome
culpable por no ser infeliz.
De la guantera saco un estuche que mantuve oculto
estos dos días, es mi púa de penitencia personal; con ella me pincho el
interior de mi mejilla, recordándome otra vez que el sufrimiento es el camino
de la salvación. Cada quien vive la fe a
su manera.
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