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LIBROS PARA COMER, LIBROS PARA VIVIR




           

Dentro de las paredes del sanatorio del perpetuo socorro hay un silencio roto por una voz femenina que pausadamente lee en una habitación. El resto del sanatorio esta vació: las habitaciones con camas perfectamente tendidas, la sala de espera, los consultorios y los pasillos. En numerosos rincones se ha trasminado humedad en las paredes y las bisagras de las puertas empiezan a oxidarse. Desde su oficina el Doctor Martínez escucha la voz de su enfermera apenas como un susurro. Por la ventana de su oficina entra la luz del crepúsculo; en unos minutos se hace la oscuridad.  El doctor apenas levanta la vista, esta absorto en las operaciones aritméticas, ayudado con una calculadora de bolsillo, anotando cifras en el libro de contabilidad, a cada momento los números se vuelven más alarmantes.
Descansa la vista por un momento y limpia sus lentes con una servilleta: en ese momento percibe un aroma de incienso y copal que le resulta familiar.
Se coloca los lentes y voltea, junto a la puerta aún cerrada permanece ella: con un traje largo de color azul, con un ostentoso collar dorado al cuello, cadenas y pulseras en sus huesudas manos, un rostro blanco y arrugado, enmarcado con una abundante peluca negra.
― Buenas noches Doctor, ¿cómo ha estado?
― Señora, como siempre su visita es una sorpresa;  en vista de las circunstancias debe haber venido por mí, o por mi hospital.
La mujer se sonríe, con una hilera de dientes nacarados perfectamente alineados.
― No vengo por ti Rodrigo. Y sobre tu hospital: a veces los objetos tienen alma, y esta puede estar en un objeto mas pequeño dentro del otro; así que por lo que a mi respecta tu y tu hospital son uno mismo.
La voz de su enfermera repentinamente resuena mas fuerte, la escucha un instante y después mira a la mujer.
― Vienes por él ¿verdad?
― En realidad tengo curiosidad, cuéntame acerca de tu paciente.
El doctor Rodrigo Martínez se levanta, se pone su bata y sale al pasillo acompañado de la mujer.
Eugenio es un amigo de la infancia, lo vi unas cuantas veces después de que me fui del barrio. Es un artista, pintor y escultor; durante muchos años se dedico a la bohemia.
Tuvo varias esposas, perdió dinero y posesiones al divorciarse de cada una de ellas.
Su último divorcio fue el peor de todos: la mujer le exigió entregarle todos los dibujos y pinturas que Eugenio hizo de ella. Cuando los obtuvo: los quemo.
El doctor entre abre una puerta desde la que pueden ver a Juana la enfermera leyendo un libro para Eugenio.
No sabía que era diabético hasta la noche que se entero de lo que su ex esposa hizo.
Desde entonces ha empeorado. Ha perdido casi por completo la vista: No me imagino lo que es para un pintor quedar ciego. 
Cierra la puerta y regresan con paso lento hacia la oficina.
Encontré a Eugenio en un restaurante; iba de mesa en mesa ofreciendo los libros de su biblioteca; los estaba vendiendo para poder comer; todos sus preciosos libros,  los había malbaratado  para obtener unos cuantos pesos.  El casi no me reconocía, pero acepto venir conmigo al sanatorio: ha vivido aquí desde entonces.  Cada tarde a las seis Juanita se sienta a leerle alguno de mis libros, ha dicho que ese es el único placer que le queda en la vida.
¿Puedo preguntar el porqué de su interés?
― Hasta hace algún tiempo él me buscaba con ansiedad, incluso intento acabar con su vida con sus propias manos; pero como muchas veces te lo he dicho, cada quien tiene su tiempo y no estoy ansiosa por recoger a los que me claman sin haber cumplido su tiempo.
Tu amigo agoto su tiempo, pero ya no me busca;  eso fue lo que despertó mi curiosidad.
― ¿Te lo vas a llevar?
― Ustedes creen que soy despiadada, no comprenden que ustedes mismos se aprestan a mis brazos.  No, no me lo llevare aún, se ha ganado el derecho a decidir cuando llamarme, así que lo dejo a tu cuidado Rodrigo.
― Vaya manos en que lo dejas; con suerte seguiremos abiertos una semana.
― ¿Crees que no se lo que hago?  Ten confianza, las cosas suceden.

Pasa de la media noche, en las calles del centro de la ciudad Gúmaro se guarece entre las sombras, esperando a transeúntes desorientados que se arriesguen a cruzar los callejones.
Una figura alta y delgada se pasea por las calles con despreocupación, justo lo que Gúmaro espera.  Salta de las sombras interponiéndose en su camino, justo bajo un poste de luz.  Le muestra amenazante el filo de su navaja.
― Te estaba buscando Gúmaro. Le dice ella sin mostrar sorpresa.
― No te hagas la lista puta, cállate la boca y quítate las joyas. ― El asaltante se pone nervioso.
― Aún no me reconoces: vamos, entierra tu cuchillo; ¡Hazlo si tienes los huevos pinché cabrón!
El hombre azuzado lanza una cuchillada en el vientre, pero después de rasgar el vestido no siente nada debajo de este.
― Al fin nos entendemos. ― Sonriente, la mujer avanza hacia el hombre; este ha soltado el cuchillo y se santigua.
― ¿Quién eres?  ― El hombre se siente desfallecer cuando la piel del rostro adquiere un tono cadavérico y los ojos de la mujer se sumen dentro de sus cuencas. Una mano huesuda lo sostiene  del mentón obligándolo a verla.
― Soy Mictecacíhuatl, señora del inframundo, recolectora de almas.  Tu navaja Gúmaro ha mandado muchas de ellas a mis manos; no me temas, no he venido por ti. Vengo  a que me hagas un favor.
Lo suelta, Gumaro se tapa los ojos y se estremece, la mano de la mujer vuelve a tocarlo, ahora puede sentir piel en sus dedos, vuelve a mirarla y ve que ha recobrado su forma humana. Aún temblando el hombre pregunta ― ¿Cual favor?
― Hay una casa abandonada, en ella vivió un viejo avaro. Murió sólo, nunca le dijo a nadie que a lo largo de los años fue juntando monedas de oro. Todavía están allí escondidas 50 monedas. Te diré donde están, pero tienes que dárselas a quien yo te diga; como recompensa podrás tomar una de cada diez monedas, pero ni una más, y pobre de ti,  si tratas de engañarme.

Llega un hombre al sanatorio del perpetuo socorro: pide hablar con el Doctor Martínez. Sentado en la oficina voltea a su rededor, a pesar de su talante de matón su mirada es temerosa. Sobre las piernas sostiene una petaca deportiva, agarrada con las dos manos.  Rodrigo Martínez lo saluda al entrar y se extraña del nerviosismo de este, así como de sus oscuras ojeras.
― ¿Se siente usted bien?
― Tengo un encargo para usted, de parte de la señora Blanca.
Le extiende la petaca intentando mostrar una amable sonrisa. El doctor la toma con desconfianza, se siente pesada. Observa el contenido y atónito vuelve a mirar al hombre.
― Son cincuenta monedas doctor, ¿Puede decirle a la señora que quise dejarle a usted mi parte?  Voy a cambiar, ya no haré lo que hacía antes, ¿Le puede decir eso?
― Por supuesto, si la vuelvo a ver se lo diré.
― Muchas gracias doctor.
El hombre se levanta dispuesto a irse, pero Rodrigo Martínez le detiene.
― Oiga amigo, ¿no le gustaría quedarse a comer? Después de todo se ve usted muy cansado.
― No querría estar cerca de mí si me conociera doctor.
― Acaba de decirme que va a cambiar ¿Verdad? ¿No es esta una buena forma de empezar a hacerlo?
Gúmaro acepta por fin: acompaña al doctor hasta la cocina. A la mesa están sentados Eugenio y Juanita; ambos se sientan y comparten el almuerzo.
Las cosas suceden.

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